CONSTANTINO
El siglo IV comenzó con la más
grande persecución contra la iglesia primitiva, la del emperador Dioclesiano.
La lista más larga de mártires antiguos nos viene de ese período (303-306).
Después de la abdicación de
Dioclesiano, una lucha por el poder se instauró entre los dirigentes del
imperio. En el 312 Constantino combatió a Majencio, su principal rival por el trono de occidente.
Antes de la batalla del puente Milvio, cerca de Roma, Constantino tuvo una
visión o quizás un sueño; él vio la
Cruz o el Labarum (khi Rho: XP de Cristo con estas
palabras: “por este signo tú vencerás”. El hizo colocar el signo cristiano sobre las
vestimentas y las armas de los soldados, y éstos lograron la victoria.
Constantino otorgó pronto a los cristianos del Imperio la libertad de practicar
su fe y mostró su propia preferencia por el cristianismo dotando a la iglesia
de privilegios considerables. Antes de morir, Constantino hizo construir sobre
el antiguo sitio de Bizancio una nueva capital imperial, llamada Constantinopla
en su honor. Constantino mismo fue bautizado en su lecho de muerte, en el 337.
El y su madre Elena, quien encontró la
verdadera cruz de Cristo en Jerusalén, fueron canonizados. El cristianismo
llegó a ser la religión oficial del
imperio en el 380 por un decreto del emperador Teodosio.
LAS LUCHAS INTERNAS
La iglesia, bajo Constantino,
recuperó sus bienes y fue liberada de las persecuciones del interior. Pero
pronto surgieron querellas internas. Primeramente fue el Sismo donatista en África del Norte. El debe su nombre a
Donato, el teólogo, considerado de un grupo que rechazaba al obispo regularmente elegido de Cartago, bajo el
pretexto que uno de los obispos consagradores había demostrado debilidad en el
tiempo de las persecuciones. En lugar de dejar a la iglesia resolver ella misma
sus problemas, Constantino intervino en la controversia. Tomó primeramente
partido por los donatistas, luego por sus adversarios, utilizando la fuerza
para imponer sus decisiones.
El Sisma provocó la caída de la
iglesia de África del Norte, antaño gloriosa, y creó un precedente para la
intervención imperial en los asuntos eclesiales.
Luego se levantó la controversia
arriana, Arrio un sacerdote de Alejandría, enseñaba que el Logos divino, el
verbo de Dios hecho carne –Jesucristo- no era el Hijo de Dios y Dios, sino
solamente una criatura como las demás sacada de la nada por Dios. Según Arrio, Dios no sería trinidad
santa e increada. Sólo el Padre, el creador, sería Dios. Dios el padre habría
creado su Logos o Verbo o Hijo como la primera y más elevada de sus criaturas.
Ese Logos, que sólo podría ser llamado divino más que de manera simbólica sería
el instrumento de Dios para la salvación del mundo, y habría nacido Hombre
Jesús para este fin.
Así, según Arrio, Jesucristo no
es hijo de Dios, increado; divino, que posee exactamente la misma naturaleza
divina increada como Dios Padre. El es una criatura, y es lo mismo que
el Espíritu Santo. Dios no es la Santa Trinidad.
EL PRIMER CONCILIO ECUMÉNICO
La controversia suscitada por los
arrianos fue llevada delante de todas las iglesias al Concilio que Constantino
convocó en Nicea en el año 325. Ese concilio, conocido como el I Concilio
Ecuménico, precisó que el Logos, Verbo e Hijo de Dios, es increado y divino. El
es engendrado por el Padre, y no hecho o creado por él. El es consubstancial al
Padre (homousios) y es verdadero Dios de verdadero Dios, el Verbo Dios por
quién todo ha sido hecho. Es ese Hijo único de Dios, increado y divino, que
tomó carne de la virgen María, deviniendo por ello Jesucristo, Mesías de Israel
y salvador del mundo.
EL SEGUNDO CONCILIO ECUMÉNICO
La decisión del concilio de Nicea
tardó mucho tiempo en imponerse universalmente. La controversia causó furor
durante muchos designios. Numerosos concilios tuvieron lugar, en diversos
lugares, y formularon diferentes confesiones de fe. El partido arriano ganó el
favor imperial y los defensores de la fe de Nicea fueron duramente perseguidos.
Los problemas persistieron hasta el 381, cuando el concilio llevado a cabo en
Constantinopla y conocido en el presente como el segundo concilio ecuménico,
fue reafirmada la decisión de Nicea y proclamada la divinidad del Espíritu
Santo. Las actas de estos dos concilios considerados como un todo comprenden el
Símbolo de la fe, el credo de la
Iglesia ortodoxa.
LOS PADRES DE LA IGLESIA
Los grandes defensores de la
ortodoxia nicena fueron San Atanasio el Grande obispo de Alejandría (+ 373) y
los obispos capadocios: San Basilio el grande (+ 379), su hermano San Gregorio
de Nicea, (+ 389) y su amigo San Gregorio de Nazianzo, el teólogo. Esos padres
de la Iglesia
explicitaron la verdadera fe cristiana y tuvieron que sufrir mucho para
defender la doctrina fundamental del cristianismo ortodoxo: Dios es la Santa Trinidad ,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas divinas e increadas en una sola
naturaleza divina e increada.
LOS CONCILIOS DE LA IGLESIA
El Concilio de Nicea decretó
también un cierto número de cánones concernientes al orden y disciplina de la Iglesia. Esos cánones
confirmaban la primicia de la iglesia de Roma para el Occidente, de Alejandría
para África y de Antioquía en Oriente (canon 6), y reconocían la dignidad de la
iglesia de Jerusalén (canon 7). El concilio prohibió el arrodillarse – signo de
penitencia – en la liturgia dominical (canon 20).
El Concilio de Constantinopla
elaboró igualmente cánones, de los cuales uno establecía que “después del
obispo de Roma es el obispo de Constantinopla quien tendrá la primicia de
honor, porque Constantinopla es la nueva Roma” (Canon 3).
El siglo IV dio numerosos
desarrollos litúrgicos. Es en esa época que las oraciones eucarísticas de las
liturgias que llevan los nombres de San Basilio
el Grande y de San Juan Crisóstomo fueron compuestas. Las homilías catequísticas de San Juan Crisóstomo y de San
Cirilo de Jerusalén (+ 386) muestran que la celebración del bautismo y de la crismación
revestía prácticamente la misma forma en el siglo IV que en la iglesia ortodoxa
de hoy. La Cuaresma
de Cuarenta días y la fiesta de Pascua estaban ya bien establecidas. La
celebración de la Natividad
de Cristo fue separada de la fiesta de la Teofanía (o Epifanía), deviniendo así una fiesta
independiente, esto a fin de eclipsar la
fiesta pagana del Sol que era celebrada el 25 de Diciembre.
El siglo IV vio también
la eclosión de la vida monástica, en Egipto con San Antonio el Grande (+
356), en Siria y en Occidente. Entre los santos monjes de esa época, es necesario
mencionar para el oriente a Pablo de Tebas, Pacomio, Hilarión, Sabbas, Macario de
Egipto, Epifanio de Chipre y Efrem el
Sirio. Entre los santos monjes del occidente figuran Jerónimo, Juan Cassiano y
Martín de Tours. Los famosos obispos santos del siglo IV son San Nicolás de Mira
en Lisia, San Espiridón de Trimitós y San
Ambrosio de Milán.